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Las horas seguras
Maxi Rossini ocupa superficies con la eficacia bulliciosa y nítida de las termitas. Si es territorial, no lo es a la manera de un conquistador del siglo XV, sino como una abeja que, inmersa en su diagrama, diseña los recodos del hogar. El dibujo se convierte en un modo de ocupar las horas, en el modo en que las horas deciden ir una detrás de la otra, desapareciendo sin angustia. Si las tramas se deshilachan, es el tejido inconcluso que prefiere callar: tiene miedo de no dejarle espacio al futuro.

 

Rossini colecciona cuadernos de diferentes tamaños. Los acuesta dentro de una mesa vidriada. Luego acomoda la mesa en el medio del espacio, como una bella durmiente melancólica. En ese limbo gris, hecho de lumbre de grafito, de vejez en clave sepia, los cuadernos respiran, y en cada exhalación el papel se aleja del cristal, las hojas se pliegan sobre una espalda en blanco, amnésica.

 

(Una escena de interior doméstico:
reunidos a la mesa/ ellos dibujan/ las cabezas debajo de las lámparas muy cerca del papel/ proyectan sombras/
es el pensamiento que emana de la trama del bosque/ son los fantasmas que rehúsan el dictamen de la grilla.)

 

Rossini dibuja muchas horas seguidas. A veces, durante días, no dibuja nada. Y luego dibuja mucho por un intervalo muy corto. Se rodea de hojas en blanco donde afila el grafito para acudir luego a la página de cuaderno. Pero antes, la hoja está llena de luz del día, un matiz que no es posible apresar en la línea.

 

Desde que el hombre tuvo la necesidad de sujetar objetos también tuvo la necesidad de utilizar cuerdas y nudos. Hay muchas clases de nudos, los difíciles de deshacer, los que debilitan la cuerda y reducen la tensión, los que se bloquean irreversiblemente al deslizarse hacia el punto final. Pero hay nudos que no tienen otra finalidad que la de cambiar la forma de la cuerda. Son las pasamanerías. Ornamentos preciosos, complejos, inextricables. Bellas terminaciones que vienen a completar las cosas, haciendo del mundo un lugar mucho más agradable.

 

Rossini traza su círculo de confianza. Decora su refugio. Allí medita sobre la imposibilidad de volverse mero espectador de las horas, la dificultad para abstenerse de registrar puntos en el desierto. Dice que acumula tiempo. Pero el tiempo no se acumula. No se retiene.

 

Rossini, como un quipu, administra sucesos.

 
Verónica Gómez
Buenos Aires, 11 de noviembre de 2014