Invasión afectiva y mesmerismo del siglo XXI
Sobre “KM192” de Francisco Vázquez Murillo
En la segunda mitad del siglo XVIII Franz A. Mesmer llevó a cabo un experimento que se convertiría en el antecedente de una de las revoluciones más significativas de las ciencias del alma: el psicoanálisis. Sospechado de charlatanería, brujería o nigromancia, el método de Mesmer, con resabios de alquimia medieval, consistía en un tratamiento de las enfermedades nerviosas a través de imanes. Mesmer creía que esos pedazos de materia “venidos del cielo” eran los conductores sine qua non de un fluido universal, la sustancia armonizadora de todo lo existente. Pasaron años para que Mesmer comprendiera que no era el imán el que ejercía sobre el paciente la benéfica influencia, sino él mismo, el magnetizador, quien operaba de manera directa sobre las convicciones de los enfermos, dando así, sin saberlo, los primeros pasos en el camino de la cura por sugestión. Médium-médico-chamán, Mesmer lo magnetizó todo: árboles, agua, vasijas, cristales, sillas y mesas, con el simple acto de tocar el objeto y conferirle su “poder”, trasmitido luego a los pacientes por la misma vía táctil. Incluía en el ritual un intenso contacto visual, una gestualidad teatral y la orquestación precisa de cada elemento del ambiente en un microcosmos curativo. Lo que Mesmer no comprendía aún con claridad, es que la manipulación de esos objetos, con la consecuente fe depositada en ellos por sus operadores, cual fragmentos-reliquias de un monumento cósmico, provocaba movimientos sísmicos en el entramado nervioso de los participantes, modificando así tanto al manipulador como al “manipulado” en una especie de transferencia mágica.
Cual magnetizador del siglo XXI, Francisco Vázquez Murillo sucumbe al encandilamiento de un objeto, nada más y nada menos que un puente, más precisamente, un puente inconcluso, un puente que ha fracasado en su función utilitaria para erigirse triunfalmente en su condición metafórica. Y, al igual que Mesmer ante el “fluido universal”, no se detiene en la admiración pasiva de aquello que lo cautiva, sino que emprende una serie de investigaciones bajo la consigna de invasión afectiva –desde la contemplación extática y el tránsito fundante hasta la recolección de “muestras” y la evocación pictórica- a fin de comprender la sustancia del objeto en cuestión. Es así como esta obsesión, tan poética como operativa, trae a colación la función primera de la mirada estética, la facultad de conferir relevancia, de subrayar con un tono específico, para devolvernos un paisaje convertido en estado mental.
Verónica Gómez
Buenos Aires, junio de 2016