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Ochitos,
a partir de mates con V.G.
Por Isabel Cadenas Cañón

Es muy difícil asesinar a un potus.
V.G.

 

8.
Tú no lo sabes, pero yo a veces ayudaba a montar y desmontar aquella muestra colectiva de 2008. Me iba directa a tu Habitaciones disponibles para señoritas, descolgaba las hojas con cuidado, los tickets, despegaba la foto, doblaba el mantel, lo iba embalando todo despacito, con cuidado. No te conocía. Estaba recién llegada a Buenos Aires, me había prometido a mí misma intentar una vida en pareja y sin embargo un día, de esos del principio, aproveché un momento en el que no había nadie más en el museo para anotar la dirección y el teléfono que figuraban en los tickets, Hotel Tucumán, Tucumán 3366, etc.
Lo tuve guardado mucho tiempo, sin darle nunca un lugar preciso, como si eso implicara no haberlo hecho realmente, un papelito que a veces encontraba en bolsillos de pantalones, otras en la cartera. A veces lo llevaba al museo (que ya eran otras ciudades, otras salas) para comprobar si lo había anotado bien, como si el tiempo hubiera podido cambiar de lugar algún número, en tu ticket o en mi papel.

Pienso esto mientras me dices que tu amiga dice que en los primeros quince minutos de una relación ya está todo lo que será después. Escribo a exactas dos cuadras de aquel hotel en que compartimos un secreto, y ninguna de las dos sabía.

 

8.
Tal vez si tuviéramos una cuerda amarrada ahí adentro y fuera cuestión de ir tirando.

Aunque doliera (que iba a doler, y mucho), sabríamos que no es en vano, la cuerda se agarra a algo, luego ese algo existe, porque la cuerda existe.

Todo esto debería ser luz, Vero.
Deberíamos ser nosotras encendidas desde adentro y en cambio no es más que una metafísica de la cuerda.
8.
Me pregunto y te pregunto cuál es la diferencia entre hacer instalaciones y dibujar, qué se revela de diferente. Me dices que las instalaciones son acumulaciones de datos. Que vas consiguiendo cosas por todos lados, conociendo a personas inverosímiles que de otra manera nunca conocerías, juntando objetos para después montarlos y ahí, por fin, ver algo terminado. Pero que antes hay que tenerlo todo, me adviertes.

Aficionada como soy a las teorías inútiles, me digo que tus dibujos tienen que ser lo contrario; las teorías inútiles siempre empiezan afirmando que algo es lo contrario. Tus instalaciones: acumular datos. Tus dibujos: crearlos. Tal vez por eso te dije que estos pelícanos me parecen mundos contenidos. Claro que no supe explicarte lo que quería decir. Se me ocurre ahora:
salir adentro.

 

8.
Siempre vengo aquí buscando algo. Por ahí un lugar desde el que buscar.

Otra vez he venido y otra vez es el letargo fácil

hasta que
tras dos botellas de vino de la casa
él te pide quiero que seas sincera
e implacable no acepta ninguno de tus artificios

y sabes que sólo eso puede salvarte
no salir con las manos limpias
una vez más.

Le he construido tantas moradas al dolor y están todas vacías.
Hago así, desde lejos.

 

8.
O que tus dibujos nacen de hacer estallar la ternura encerrada en ese naipe de la baraja italiana, el número ocho, el del pelícano y el pelicanito. Explota y entonces cada astilla funda un comienzo. Un pico, o una pata, o un ojo, y alrededor señales que dicen dolor quieto, caricia fósil.

Como la brea, esa presencia que me perturba porque en su ser aparentemente líquido se pega a los pies, al olfato, a la memoria.
Y si trato de encontrar una frase que los abarque sólo puedo eso: ternura empañada en brea.
8.
Es como si la memoria ya sólo dependiera de nosotras.
Ya no acumulo entradas de cine, ni de teatro, ni billetes de avión, ni monedas de países a los que no voy a volver; tampoco monedas de países a los que voy a volver. Un día dejé de guardar papelitos que alguna vez significaron algo, notas que me pasaba con mis compañeros de clase, tarjetas de visita en las que él había dibujado una sonrisa o, sí, un corazón. Dejé de almacenar cosas, pesaban demasiado. Y aun así nunca consigo situarme en ese lugar quebradizo en que por todas partes me sopla el viento. Sólo a medias domino el arte de perder. Y justo es la mitad que no importa.

 

8.
Ayer el profesor me dijo que dejara de ir por el aire. Que el tango se baila abajo, acariciando el piso. Yo estaba segura de que tenía los pies bien firmes en el suelo, pero después me puso delante del espejo y ahí vi que lo que yo traducía como gracilidad eran realmente saltos torpes que, ya puestos, ni siquiera conseguían despegar vuelo. A todo esto, yo llevaba una camiseta de esas modernas, informes, y él no me podía agarrar bien, tenés como alitas, me dijo. Le dije que por eso volaba, pero ni la broma sirvió para encubrir mi torpeza.

En mi casa de Nueva York hay plumas por todos lados, los acolchados de plumas y las camperas de plumas son la única manera de sobrevivir al invierno, y un alto porcentaje de ellas se salen por las costuras y terminan, como ésta de aquí, posada en este foulard que ni se inmuta, a ocho mil kilómetros de distancia.

También, de pequeña tuve un pato. No me dejaban tener perros ni gatos, pero el pato sí me dejaron, vaya usted a saber por qué. Se llamaba Timmy, vivía en una caja de cartón en la cocina y a veces mi madre lo traía a la escuela y Timmy venía corriendo hacia mí. Yo era por fin una estrella. Corriendo es un decir, venía todo lo rápido que sus patitas pegadas al cuerpo se lo permitían, haciendo círculos en el aire. La historia de cómo murió Timmy -que no murió, lo mataron- es una de esas, fundadoras y terribles, que le gustarían a Marosa.

 

8.
Y hasta aquí todo lo que sé de pájaros.

(Aunque: acabo de leer que los pelícanos son las únicas aves que beben agua salada. Y que, una vez en el pico, la transforman en dulce.
Es tan hermoso que me dan ganas de mandarme una metáfora; pero claro, no hace falta).