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Gigante chiquito

Los recuerdos son una bola de voces.
Walter Álvarez

Miráme siempre a los ojos que en tus ojos me miro.
“Gigante chiquito”, Sergio Denis

Verano del ’83. Conurbano bonaerense. Desde la terraza de una casa en Villa Tesei un niño de 11 años arroja discos de pasta. Es la hora de la siesta. Los padres están en el trabajo y el niño está completamente solo en la casa. No le gusta dormir la siesta. Entonces agarra un pilón de discos de pasta de su padre, la mayoría de chamamé melódico, y se escabulle a la terraza para lanzarlos de a dos o de a tres. Disparados al tuntún, sin plan, con ímpetu vengativo, los frisbees negros horadan el aire denso de la tarde.

Desde ahí arriba los ojos del niño abarcan mucho cielo salpicado por nubes con contornos de firuletes. Los cables del alumbrado público trazan sus designios eléctricos entre las antenas y los tanques de agua. En los canteros los lazos de amor estallan con el calor, abriéndose paso entre los malvones y esa planta pinchuda de florcitas rojas cuya savia es muy parecida a la plasticola; el niño no sabe el nombre.

En la tarde quieta de verano solamente él se mueve como un loco en la terraza, un Discóbolo de Mirón de los suburbios, totalmente sacado. Cuando amaina el frenesí, el niño se siente mal. ¿Y si alguno de los discos se clavó en el cuello de un chico que pasaba por ahí y le dio muerte al instante? ¿Y si la policía lo viene a buscar? Otro miedo, con un matiz premonitorio hasta entonces desconocido, lo embarga de repente: ¿Y si el niño no está verdaderamente muerto? ¿Y si sobrevive inexplicablemente, con el disco clavado al cuello, como uno de esos casos de “Créase o no” de Ripley? Será entonces un niño-espectro, andará tras él, pegadito como sombra, exigiéndole respuestas.

¿Cómo exorcizar los fantasmas de una tarde robada a la siesta para hacer cosas prohibidas?, se pregunta aquel niño de 11 años. La ocurrencia llega con la urgencia de una revelación: dibujará. Todo lo que pueda. Dibujará como una invocación. Dibujará paisajes que el niño-espectro podrá visitar para amortiguar el tedio de su destino límbico. De esta forma saldará su deuda. Y cuando queden mano a mano, probablemente, se harán amigos.

Es un mito de origen. Que la relación de Walter Álvarez con el dibujo haya empezado así, en esa tarde del 83, con un hipotético niño muerto a manos del chamamé. Y que desde entonces sus dibujos están impregnados de alucinaciones de siesta, de melodías tristonas y bailables.

“Soy un animal sentimental”, anota Walter en un dibujo. Y las anotaciones se cuelan entre imágenes de caballos, campos, mujeres, camas, vergeles, soldados, cielos, terrazas, antenas, tanques de agua, nubes y cataratas. Y se cuelan sin prisa, como quien tira del hilo de un recuerdo lentamente para arrimarlo al presente sin dolor: el nombre de una película de Torre Nilsson o Leonardo Favio, la estrofa de una canción de Violeta Parra, una anécdota de la pandilla de amigos, los números de la quiniela, cálculos que se parecen mucho a las cuentas de almacenero, efemérides de corte existencialista, el nombre de una mujer.

En los dibujos de Walter Álvarez la escritura contribuye a la creación de un humus melancólico, no del tipo sublime, a lo Sebald, sino más cerca de la memoria híper texturada de barrio de los relatos de Bruno Schulz, o de la ironía cándida de Felisberto Hernández (de hecho, las mujeres de Álvarez bien podrían haber salido de Las hortensias). La relación con la literatura no es casual: Álvarez -quien paradójicamente no se cansa de afirmar que es autodidacta- se formó tanto en talleres de artes plásticas como en talleres literarios. Puede que la insistencia en su autodidactismo no sea otra cosa que una declaración de principios: en una época donde los artistas se esfuerzan sobremanera por pertenecer a un círculo de influencia, por integrar una red de contactos haciendo los deberes diligentemente, Álvarez se mantiene solitario, ajeno al cálculo oportunista. Quizás sea la forma de preservar esa catarata primigenia de recuerdos de provincia e intuiciones de parajes ignotos que alimenta sus dibujos.

Después de todo, cuando dibuja, Walter Álvarez sigue siendo aquel niño de los suburbios, fuera de pronóstico, permanente y sentimental, que huía de la siesta hacia la terraza para lanzar discos de chamamé.
Verónica Gómez
Almagro, 15 de enero de 2015